Fue un partido dentro de otro partido, 34 puntos que convirtieron la final de 1980 en uno de los grandes clásicos de la historia del deporte. De un lado, Bjorn Borg, el hombre de hielo, un dios vikingo salido de la sosegada Suecia, inexpresivo en la pista, imperturbable ante cualquier situación adversa, atleta de fondo que un año antes había superado el récord de tres victorias consecutivas en Wimbledon, desde 1936 en poder de Fred Perry, el último campeón local. De otro, John McEnroe, un genio loco, temperamento irascible y maleducado criado en el corazón de la excitante Nueva York, que disputaba su primera final del torneo tras una espectacular irrupción en 1977, cuando Connors lo frenó en semifinales.
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